El viento en los tilos

Caminaba pensativo, con la mente ocupada, bajo la sombra que cornisas y balcones proyectaban sobre la acera. Un sol justiciero ahogaba la ciudad y la característica luz estival me obligaba a fruncir el ceño, cargándome la cabeza. Pero el ocaso se acercaba y la gente comenzaba a salir, para disfrutar de un agradable paseo vespertino, pues el plomizo viento sur empezaba a extinguirse, refrescando el ambiente. Entonces, así, de repente, una pícara racha de viento agitó las frondosas copas de los árboles y seguidamente, acompañada del alboroto y algarabía de los chirringuillos, llegó a mi una suave y envolvente brisa dorada, teñida del meloso y embriagador olor de los tilos en flor. Me estremecí de sien a sien. Y esa misma brisa, convertida ola en mi interior, sacudió levemente mis pensamientos, desplazando las mundanas y perentorias preocupaciones en pos de recuerdos de mi niñez, arraigados en lo más hondo de mi ser y perdidos en la nebulosa de la memoria.

Me encontré de nuevo en Nerja, rodeado de casas careadas, subiéndome por los azulejados arquitrabes de una fuente mozárabe, intentando salvar la altura de un gran muro y poder así responder al murmullo de la fuentes charlatanas, observar las formas y colores de las exuberantes aves que al atardecer cantaban, descubrir las flores que tan deliciosos y gozosos perfumes emanaban, conocer el principio del fin de las cimbreantes palmeras y desafiantes cipreses que hacia el cielo escapaban y escudriñar las historias de príncipes y odaliscas que el palacio del Marqués de Maro guardaba. Volví a escuchar entonces la preocupada voz de mi madre, llamándome desde un banco, sentada junto a mi padre frente al mar, en el paseo que coronaba el acantilado. Escuchando felices, atentos y fascinados mis fidedignas y verídicas descripciones e historias de las fuentes que no llegué a sentir, sobre las aves de mil plumajes que no había visto, acerca de las flores maravillosas y raíces poderosas que no conocía y los cuentos de las mil una noches que nunca llegue a escuchar, mientras la brisa juguetona blandía al aire nuestros cabellos y las ranas croaban a la luna. Fue así como volví a entrar en aquel fabuloso y selvático vergel, mi paraíso recobrado, donde para tener solo hay que querer y para ver bastan los ojos del alma. Y exento del mundo resguardado en un remanso de paz, acompañado por la eterna imagen de mis padres y recuperada ya toda mi inocencia perdida, me di cuenta de que seguía siendo un niño, pero envuelto de historia.